Los acontecimientos ocurridos el 25 de agosto de 2011 en Monterrey obligan a reflexionar sobre dos aspectos básicos de este acto de violencia extrema: la necesidad de cumplir con la obligación del Estado de garantizar la atención a las víctimas y el miedo que genera en amplios sectores de la clase política el catalogar este tipo de actos como terrorismo.
Derechos de las víctimas
Al margen de discusiones conceptuales, semánticas o jurídicas, el hecho es que el incendio provocado deliberadamente en el Casino Royale dejó 52 víctimas mortales y otras más heridas. Esto refiere a la obligación del Estado mexicano de cumplir con la Declaración sobre los Principios Fundamentales de Justicia para las Víctimas de Delitos y del Abuso de Poder, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1985. La declaración es clara y no deja lugar a dudas: "se entenderá por 'víctimas' las personas que, individual o colectivamente, hayan sufrido daños, inclusive lesiones físicas o mentales, sufrimiento emocional, pérdida financiera o menoscabo sustancial de los derechos fundamentales, como consecuencia de acciones u omisiones que violen la legislación penal vigente en los Estados Miembros... podrá considerarse 'víctima' a una persona... independientemente de que se identifique, aprehenda, enjuicie o condene al perpetrador... en la expresión 'víctima' se incluye además, en su caso, a los familiares o personas a cargo que tengan relación inmediata con la víctima directa y a las personas que hayan sufrido daños al intervenir para asistir a la víctima en peligro o para prevenir la victimización". Es por lo tanto obligación de los Estados el garantizar el acceso a la justicia, un trato justo, el resarcimiento, la indemnización y la asistencia oportuna.
Un elefante en el cuarto
La expresión, de tradición anglosajona, se refiere a una situación en la que quien habita un espacio y enfrenta un gran problema prefiere, antes de enfrentarlo o reconocerlo, optar por la negación: no importan las incomodidades, alteraciones a la vida cotidiana e incluso los riesgos de tener una bestia al lado, lo mejor es ignorarlo.
En México, a pesar de las evidencias y que, desde el punto de vista jurídico y táctico, los acontecimientos trágicos de Monterrey tienen todos los elementos para ser clasificados como "terrorismo", se sigue sin reconocer que el terrorismo es ya una realidad insoslayable. Reconocer o no al terrorismo no es una mera discusión semántica o académica, la respuesta a la pregunta tiene implicaciones prácticas en términos de políticas públicas, y sobre todo puede salvar vidas. En este sentido fue significativo, aunque tardío, el reconocimiento del gobierno federal a calificar en sus primeras declaraciones el atentado contra las personas mediante un incendio como un hecho de "terror". Algo que procuraron negar en el ataque terrorista del 15 de septiembre de 2008 en Morelia, en los asesinatos masivos de jóvenes en Ciudad Juárez y Torreón durante 2010, o incluso en la explosión de un coche bomba en Ciudad Juárez ese mismo año. Ello sin contar, por ejemplo, los ataques a los ductos de Pemex en 2007, entre muchas otras acciones que podrían encuadrar dentro de la tipificación del delito de terrorismo y que no necesariamente han sido perpetradas por la delincuencia organizada.
Por eso llama poderosamente la atención la diversidad de reacciones que los hechos de Monterrey suscitaron en diversos sectores de la sociedad: ciudadanos organizando cacerolazos, manifestaciones, llamados en redes sociales a censurar a sus gobernantes de los tres niveles no acudiendo a los festejos patrios en septiembre; escritores mexicanos laureados internacionalmente sugiriendo la ayuda de policías europeos; dirigentes de asociaciones civiles exigiendo el toque de queda, el gobierno federal mandando tropas y contingentes policiales.
Y, en este contexto de ocurrencias, importantes personajes de la vida pública regateando el uso del término terrorismo. Ante los acontecimientos de Monterrey lo que se observa es una sociedad dividida y pasmada frente a una delincuencia organizada y brutalmente letal.
Cuatro pasos
Mejorar los niveles de seguridad en México no es un asunto necesariamente de dinero o de leyes, a esas soluciones le hemos apostado todo nuestro capital y hemos fracasado. La solución apunta a la voluntad política, a la responsabilidad ética y al conocimiento científico. Aun la retórica de la participación ciudadana sin estos componentes no es sino un elemento decorativo y demagógico.
Son cuatro los pasos básicos para avanzar hacia la contención, reducción y eventual reducción de las acciones de la delincuencia organizada: 1) Reconocer la existencia del terrorismo. Aceptar claro y sin ambigüedades que las acciones que realiza la delincuencia organizada son actos terroristas. 2) Analizar vulnerabilidades. Partiendo del supuesto de que lo que se enfrenta es terrorismo, los recursos del Estado se deben emplear para diseñar e implantar políticas antiterroristas y de contraterrorismo. 3) Evaluar amenazas. Contar con guías para la evaluación de los niveles de amenazas. 4) Avanzar en el reconocimiento y aplicación de los derechos de las víctimas.
Una opción alternativa es continuar con el estado de cosas, que el Estado Mexicano siga firmando tratados internacionales contra el terrorismo, sus gobernantes emitiendo condenas y los actores públicos discutiendo los usos jurídicos o semánticos del término. Así, mientras los mexicanos decidimos implantar una política de Estado en materia de seguridad y justicia, bien podríamos comprar unas toneladas de cacahuates para alimentar al elefante, al menos en lo que pasan los tiempos electorales, apostando a la desmemoria y confiando en la fortuna.
Derechos de las víctimas
Al margen de discusiones conceptuales, semánticas o jurídicas, el hecho es que el incendio provocado deliberadamente en el Casino Royale dejó 52 víctimas mortales y otras más heridas. Esto refiere a la obligación del Estado mexicano de cumplir con la Declaración sobre los Principios Fundamentales de Justicia para las Víctimas de Delitos y del Abuso de Poder, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1985. La declaración es clara y no deja lugar a dudas: "se entenderá por 'víctimas' las personas que, individual o colectivamente, hayan sufrido daños, inclusive lesiones físicas o mentales, sufrimiento emocional, pérdida financiera o menoscabo sustancial de los derechos fundamentales, como consecuencia de acciones u omisiones que violen la legislación penal vigente en los Estados Miembros... podrá considerarse 'víctima' a una persona... independientemente de que se identifique, aprehenda, enjuicie o condene al perpetrador... en la expresión 'víctima' se incluye además, en su caso, a los familiares o personas a cargo que tengan relación inmediata con la víctima directa y a las personas que hayan sufrido daños al intervenir para asistir a la víctima en peligro o para prevenir la victimización". Es por lo tanto obligación de los Estados el garantizar el acceso a la justicia, un trato justo, el resarcimiento, la indemnización y la asistencia oportuna.
Un elefante en el cuarto
La expresión, de tradición anglosajona, se refiere a una situación en la que quien habita un espacio y enfrenta un gran problema prefiere, antes de enfrentarlo o reconocerlo, optar por la negación: no importan las incomodidades, alteraciones a la vida cotidiana e incluso los riesgos de tener una bestia al lado, lo mejor es ignorarlo.
En México, a pesar de las evidencias y que, desde el punto de vista jurídico y táctico, los acontecimientos trágicos de Monterrey tienen todos los elementos para ser clasificados como "terrorismo", se sigue sin reconocer que el terrorismo es ya una realidad insoslayable. Reconocer o no al terrorismo no es una mera discusión semántica o académica, la respuesta a la pregunta tiene implicaciones prácticas en términos de políticas públicas, y sobre todo puede salvar vidas. En este sentido fue significativo, aunque tardío, el reconocimiento del gobierno federal a calificar en sus primeras declaraciones el atentado contra las personas mediante un incendio como un hecho de "terror". Algo que procuraron negar en el ataque terrorista del 15 de septiembre de 2008 en Morelia, en los asesinatos masivos de jóvenes en Ciudad Juárez y Torreón durante 2010, o incluso en la explosión de un coche bomba en Ciudad Juárez ese mismo año. Ello sin contar, por ejemplo, los ataques a los ductos de Pemex en 2007, entre muchas otras acciones que podrían encuadrar dentro de la tipificación del delito de terrorismo y que no necesariamente han sido perpetradas por la delincuencia organizada.
Por eso llama poderosamente la atención la diversidad de reacciones que los hechos de Monterrey suscitaron en diversos sectores de la sociedad: ciudadanos organizando cacerolazos, manifestaciones, llamados en redes sociales a censurar a sus gobernantes de los tres niveles no acudiendo a los festejos patrios en septiembre; escritores mexicanos laureados internacionalmente sugiriendo la ayuda de policías europeos; dirigentes de asociaciones civiles exigiendo el toque de queda, el gobierno federal mandando tropas y contingentes policiales.
Y, en este contexto de ocurrencias, importantes personajes de la vida pública regateando el uso del término terrorismo. Ante los acontecimientos de Monterrey lo que se observa es una sociedad dividida y pasmada frente a una delincuencia organizada y brutalmente letal.
Cuatro pasos
Mejorar los niveles de seguridad en México no es un asunto necesariamente de dinero o de leyes, a esas soluciones le hemos apostado todo nuestro capital y hemos fracasado. La solución apunta a la voluntad política, a la responsabilidad ética y al conocimiento científico. Aun la retórica de la participación ciudadana sin estos componentes no es sino un elemento decorativo y demagógico.
Son cuatro los pasos básicos para avanzar hacia la contención, reducción y eventual reducción de las acciones de la delincuencia organizada: 1) Reconocer la existencia del terrorismo. Aceptar claro y sin ambigüedades que las acciones que realiza la delincuencia organizada son actos terroristas. 2) Analizar vulnerabilidades. Partiendo del supuesto de que lo que se enfrenta es terrorismo, los recursos del Estado se deben emplear para diseñar e implantar políticas antiterroristas y de contraterrorismo. 3) Evaluar amenazas. Contar con guías para la evaluación de los niveles de amenazas. 4) Avanzar en el reconocimiento y aplicación de los derechos de las víctimas.
Una opción alternativa es continuar con el estado de cosas, que el Estado Mexicano siga firmando tratados internacionales contra el terrorismo, sus gobernantes emitiendo condenas y los actores públicos discutiendo los usos jurídicos o semánticos del término. Así, mientras los mexicanos decidimos implantar una política de Estado en materia de seguridad y justicia, bien podríamos comprar unas toneladas de cacahuates para alimentar al elefante, al menos en lo que pasan los tiempos electorales, apostando a la desmemoria y confiando en la fortuna.
Fuente de la imagen: Bansky durante su instalación "Elephant in the room":
http://www.youtube.com/watch?v=xq1sm2RN8bc