Si se analizan los compromisos firmados en la XXIII sesión del Consejo Nacional de Seguridad Pública, en el Acuerdo por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad publicado en el Diario Oficial de la Federación del 25 de agosto, se puede anticipar que en el corto plazo no disminuirán la criminalidad, el miedo al delito y los daños a la integridad y el patrimonio de los mexicanos. El documento parte de un paradigma reactivo y obsoleto, donde las acciones planteadas repiten fórmulas que han demostrado ser insuficientes para mejorar los niveles de seguridad. Hoy, aunque sea de forma retórica, gobierno y sociedad comparten el diagnóstico de que la impunidad y la corrupción son los principales factores que impiden avanzar en la contención del delito. Por ello es legítimo preguntarse: ¿por qué otorgar más recursos económicos a soluciones sin antes hacer los cambios estructurales necesarios?
Tal vez la respuesta sea que la seguridad pública se ha convertido en una suerte de nuevo populismo: gastar dinero de forma irracional con el propósito de adquirir legitimidad, trabajar más en el imaginario colectivo que en resolver los problemas que generan las conductas antisociales, delictivas o violentas. Buscar votos y no detener delincuentes serían los objetivos últimos de la actual política de seguridad; convencer a la gente que el problema se resuelve "limpiando", "depurando" y capacitando a las policías. Un discurso con el cual los políticos usufructúan los recursos públicos, medran con el temor ciudadano y se quedan para sí lo que David Bayley llamó el secreto mejor guardado de la vida moderna: "La policía no previene el delito". Algo que los delincuentes, los expertos, la policía y los gobernantes saben, pero que los ciudadanos no.
¿Qué debe hacer entonces la sociedad ante la necesidad de seguridad y la falla del Estado para proveerla? En primer lugar, informarse y generar esquemas de participación ciudadana que superen la desidia, la apatía y la simple protesta. En segundo, ser tomada en cuenta al momento de diseñar políticas y tomar decisiones, evitando que sus líderes sean cooptados por el poder público. En tercer sitio, es necesario establecer alianzas institucionales que permitan ser copartícipes en la toma de decisiones y, finalmente, ejercer un control ciudadano en determinadas esferas de la seguridad pública. Esta última forma de participación ciudadana, de carácter radical, sería innecesaria en un régimen democrático donde las autoridades están sujetas a esquemas de transparencia y rendición de cuentas. Sin embargo, en el caso de México parece que una vez más la sociedad civil, tal y como ocurrió con el tema electoral en su oportunidad, tiene que elevarse por encima de su clase política. Mientras que los compromisos del Acuerdo por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad se cumplen y son evaluados, los ciudadanos debemos exigir un aumento en la percepción de la seguridad, empíricamente verificable, y la reducción en tres indicadores básicos: 1. La reducción de los delitos registrados, que se supone será monitoreada por ciudadanos; 2. La disminución de la victimización y su correspondencia con la cifra oculta, es decir con los delitos no denunciados, y 3. La disminución en la prevalencia en el consumo de drogas.
En este proceso los empresarios, organismos no gubernamentales, universidades y centros de estudio, entre otras organizaciones públicas y privadas, tienen una gran responsabilidad y deben utilizar su liderazgo y capacidad de generar conocimientos y acción social para que el Estado diseñe una verdadera política integral de seguridad (véase Enfoque 18 de mayo del 2008). No se trata de sustituir o relevar al Estado de sus funciones esenciales básicas de brindarnos seguridad, sino de sumar esfuerzos con él. Para ejercer este liderazgo la sociedad debe impulsar cuatro acciones fundamentales: 1. Ejercer una participación real e informada en los distintos foros de seguridad, tales como consejos ciudadanos, dejando de ocupar esos espacios como mera comparsa y testigo mudo de la ineficacia gubernamental; 2. Ejercer una verdadera labor de supervisión y vigilancia a los poderes públicos para que los puestos de los responsables se asignen con criterios profesionales y no de lealtades personales; 3. Fortalecer o crear organizaciones apartidistas, técnicas y científicas que diseñen las políticas de seguridad que el Estado no está generando, y 4. Formar recursos humanos, en seguridad, criminología, victimología y política criminológica fuera de las instituciones de seguridad. Si atendemos las cifras que se erogan como parte del presupuesto público en materia de seguridad o los costos que la inseguridad tiene para la sociedad mexicana, destinar una pequeña fracción de este gasto a investigación científica y formación de recursos humanos sería un gran avance, empezaríamos a romper este nudo gordiano de la inacción gubernamental y a dotar de sentido a una estrategia de seguridad hoy ausente.
Publicado en Enfoque, Reforma 7 septiembre 2008.